jueves, 29 de octubre de 2009

Escritura y dibujo se complementan

De siempre me ha gustado dibujar, rellenar de dibujitos los márgenes de cuadernos y libros, las mesas de los pupitres cuando iba a la escuela, convertir en imagen real la imagen imaginada. Y la costumbre se mantiene. Raro es el cuaderno de borradores que no tiene alguna ilustración, modesta pero ilustración al fin y al cabo. Ayuda el que muchas veces escribo con lápiz y cuando se tiene uno entre los dedos, se acaba garabateando, aunque sólo sea mientras se busca una palabra o se trata de encajar una oración en un párrafo. Me ayuda a concentrarme en el texto.
La Barca Voladora no ha sido ajena a este gustoso hábito. No han sido muchos los dibujitos ni han llegado hasta el final. De hecho, según me absorvía la trama, dejaba de dibujar porque no podía para de escribir. La última parte no presenta dibujo alguno. Pero ahí están, como una pausa visual para descansar de las palabras y adormecerse en pequeñas imágenes que lo suyo aportan.
Es así que esta entrada apenas tiene texto. A cada uno lo suyo, como es justo que sea.



sábado, 24 de octubre de 2009

Todo en primera persona

Naturalmente, al tratarse de una especie de diario o, más bien, una crónica de cada uno de sus días, el protagonista es el narrador de la historia y ésto sólo puede hacerse en primera persona.
De todo lo narrado, pues, el viajero ha tenido conocimiento a través de sus órganos de los sentidos. Nos ha narrado sus pensamientos, sus experiencias y los pensamientos y experiencias que él supone que otros han tenido o han vivido.
Ello supone que todo el conocimiento que la obra nos muestra ha sido tamizado por la mente del protagonista, con las deformidades propias de un punto de vista tan exclusivo y excluyente, humano y débil, por tanto.
Así, el narrador protagonista tiene todo el control sobre lo narrado. Él decide qué cuenta y cómo lo cuenta. Será cosa del lector creer o no creer su versión de los hechos. Al mismo tiempo, al hacerlo así se expone al juicio moral sin paliativos por parte del lector, al que se expone sin tapujos, al fin y al cabo, lo que le da verosimilitud a lo por él manifestado, escribe todo con la intención de no entregárselo a nadie para su lectura.
Pero si para el personaje principal ello supone que él decide cuánto, cómo y cuándo muestra, también tiene su limitación narrativa y resulta ser una limitación importante. Todo aquello que ha sucedido y de lo que él no ha tenido conocimiento simplemente no lo sabe y, como él no lo sabe, el lector tampoco, pues no hay narrador alternativo que rellene las lagunas de información.
Es por ello que una parte fundamental de la trama queda en la oscuridad de la ignorancia. Me refiero a todo lo que tiene que ver con las peripecias personales del hijo del protagonista. De Kia-ro sabemos bien poco. Son escasas las veces que aparece en el texto y de éstas, sólo unas cuantas, mínimas, son presenciales.
El lector se queda con la duda (confío también que con el deseo) de saber qué es de Kia-ro. Si por lo que sabemos, la aventura del narrador no es nada comparada con la que parece haber vivido su hijo, la vida de éste debe haber sido fabulosa y se crea una expectativa intersante de cara a obtener un lector fiel. Esta ventana abierta a la incógnita da pie a una novela por sí sola y que ocupará el tercer lugar en la trilogía planteada por el autor.
La elección de la primera persona permite al lector acceder a lo narrado a través de sus propios sentidos, con lo que la identificación lector-personaje-narrador es total. Se comparte lo objetivo y lo subjetivo, lo que ocurre desde el punto de vista del personaje y cómo le afecta. Lector y protagonista se debaten con las mismas dudas y asumen las mismas certezas, de tal modo que la fusión entre ambos es plena y la intensidad emocional de los acontecimientos alcanza en ambos (así lo pretende el autor) altas cotas. El lector está inmerso en la trama tanto como el mismo protagonista. Es una distancia mínima que sólo se consigue utilizando la primera persona del singular.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

La novela me la dictaron

La sensación de que el texto que configuraba palabra a palabra la novela La Barca Voladora me era dictado por alguien ajeno a mí me llegó con el primer párrafo y no me abandonó hasta que escribí la palabra FIN.
Sólo tenía que situar el lápiz sobre las hojas en blanco y el texto fluía desde mi mente a la mano. No sentía que fuera mi mente el lugar de origen de las tribulaciones del protagonista.
Como ya he señalado anteriormente, la novela carecía de un esquema previo y no contaba ni con una escaleta para organizar sus contenidos, ni de sinopsis ni nada parecido. Nada estaba planeado. Partí de un párrafo que me gustó por su espontaneidad y sí quería acabar con una idea que podría cerrar la intención de la obra, a saber, un relato de viajes donde lo único conocido fueran el puerto de partida y el puerto de llegada. Todo lo que cabía entre ambos puertos debía ser improvisado, de ahí que la sensación de ser yo un mero trasnmisor de las aventuras narradas me pareciera tan asombrosa e intrigante.
Entiendo, después de reflexionar sobre ello, que el discurso que mi mente entendía ser al dictado no era sino una actitud creativa libre, suelta, galopante, concentrada, excéntrica, autoritaria y caprichosa. Yo, encantado, claro está. Cualquier escritor sabe lo que es quedarse bloqueado ante la página en blanco. Pues bien, en el otro extremo estaba lo que a mí me sucedió con La Barca Voladora, el frenesí de la escritura. Salvo que elementos distractores ajenos a mí, como la llamada de las obligaciones laborales o familiares, me impidieran escribir, yo escribía. Sin cesar.
Y si asombrosa me resultaba la sensación del dictado, aún más lo era comprobar, no ya como la trama general cobraba sentido, coherencia, verosimilitud y credibilidad, sino que las subtramas entre personajes principales o entre principales y secundarios o entre secundarios se iban cerrado con una corrección pasmosa, hasta el punto de que hubo alguna ocasión en que me parecía imposible que tales hechos pudieran estar pasándome. Me emocionaba ante tan mágicos efectos y era presa de extraños escalofríos de satisfacción y placer intelectual.
Del mismo modo que el texto fluía sin obstáculo alguno, cada uno de los episodios se cerraba dejando siempre una ventana abierta, por lo que retomar la situación anterior resultaba fácil, suave, sin chirríos ni forzamientos y el siguiente episodio avanzaba sin problemas. Nuevamente, todo parecía indicar que la novela ya existía en algún lugar más allá de mi comprensión física y que, por algún método que desconozco, me era dictada episodio a episodio, guardándose mucho fuese quien fuese el dictador de mostrarme más que aquello que debía ser escrito en cada momento.
Es fácil imaginar el deleite que este tipo de acto creativo otorgaba a mi corazón de escritor. Creación pura y libre. Todo un gozo para quien, como yo, siente tanta pasión por dibujar letras una tras otra hasta que todas unidas nos permiten vivir la aventura de leer.

sábado, 5 de septiembre de 2009

No se mencionan lugares

En esta novela, diríamos de viajes, apenas se mencionan los nombres de los lugares por donde transcurre la acción. Si acaso, podremos leer "un puerto andaluz", "tierras irlandesas", "Cabo de Hornos", "Waterloo", "el Caribe". Tampoco tendría tanta importancia la ausencia de menciones si no fuera porque este texto de aventuras y filosofía vitalista discurre en un continuo viaje a través del océano Atlántico, con incursión incluida en el Pacífico.
Los personajes no permanecen mucho tiempo en cada lugar, por lo que podría decirse que es un relato de viajes, pero sin mencionar las ubicaciones reales. En realidad, creo que intentaba conseguir plena libertad deambulatoria al protagonista. Procuré respetar la correcta y realista duración de los itinerarios recorridos, ya fuera navegando, a pie o en carruaje, eso sí.
Sin embargo, aunque no se mencionan los nombres de los lugares, tampoco éstos son inventados. Como si fuera una especie de juego, una sugerencia al lector para que decida, según su experiencia, conocimientos y buen criterio, dónde le parece mejor que la acción se desarrolle. Si yo escribí la obra con libertad, con libertad me gustaría que fuese leída.
Así, nos encontramos inabarcables océanos, recónditas islas con tesoros escondidos, puertos infames de piratas, desiertos implacables, campos de batalla desolados, cuevas con secretos...
Nuestro viajero nunca está quieto, como una enfermedad cuyo síntoma es la ausencia de inmovilidad, pero tampoco es tan importante nombrar dónde está. Lo que cuenta, de ese modo, es lo que allá donde se encuentra sucede. Elimino, así, prejuicios nacionales, simpatías geográficas o sus correspondientes odios.
El escenario es el mundo entero, o puede serlo, porque puede ser cualquier sitio.
Si no hay fronteras, no hay aranceles y, con su ausencia, se es libre de caminar o navegar. Casi podría decir que son las estrellas las que indican a los personajes dónde están, más que las banderas, los idiomas o los carteles.
Trato de cumplir así con la condición ineludible y deseable de esta novela, esto es, la escritura libre, de la que tanto he hablado ya (y lo que queda).

viernes, 10 de julio de 2009

Los personajes carecen de nombre

En todo el primer borrador de La Barca Voladora aparecen tres personajes con nombre propio, de los que sólo uno es protagonista en la trama. Se menciona al Marqués de Esquilache, únicamente para situar un evento concreto, la muerte del padre del protagonista. Es una mera referencia histórica que no aporta nada más salvo indicarnos más o menos la época en la que se desarrollará la narración.
El segundo de los tres nombres es el de Napoleón Bonaparte, cuyo personaje aparece un instante en la novela. Su mano no escondida se posa levemente sobre el hombro del personaje principal la noche antes de la batalla de Waterloo. Tampoco es la suya una gran aportación salvo la de ubicar al protagonista en un determinado tiempo y lugar histórico.
El tercer nombre sí es importante; quizá, el más importante de toda la historia narrada (posiblemente aún más que el narrador de la misma) y, curiosamente, respetando el principio de que todo en la obra carece de planificación, es un nombre inventado, pronunciado en una lengua que no existe y cuyo significado es pura improvisación. El nombre en cuestión es Kia-ro, que significa nacido en aguas poco profundas. El sentido de tal denominación lo aporta plenamente el momento y lugar que ocupa en la sucesión de hechos narrados justo durante su nacimiento. El personaje de Kia-ro merece su propia entrada por lo que sus referencias las dejo aquí.
¿Cómo son denominados pues los personajes, incluidos los protagonistas, que aparecen en la novela si no se les dan nombres? ¿Cómo se llaman o cómo distinguimos a unos de otros?
Ni siquiera el personaje principal, a la vez narrador de la historia y que, por supuesto, relata en primera persona informando únicamente de aquello de lo que tiene conocimiento por sus órganos de los sentidos, tiene un nombre propio. Es más, en un fragmento del texto al que se da forma de obra teatral, las entradas del diálogo que le pertenecen vienen encabezadas por el apelativo yo, evitando así otorgarle un nombre.
¿Por qué incluso el protagonista carece de nombre?
No lo sé. Eso se lo dejaré (en un alarde insoportable de engreimiento) a los que elaboren tesis doctorales sobre La Barca Voladora. Podría decir que me daba pereza atribuirle un nombre o que ninguno encajaba con la imagen que de él tenía en mente. Podría decir que, sin nombre, cualquier lector se identificaría libremente con él o que así tendría más libertad para que el pensamiento llevase al protagonista de aquí para allá más ligero.
En el fondo, creo que no se menciona su nombre para que no se convierta en alguien concreto pero, al mismo tiempo, para que sean los hechos que conforman su biografía caprichosa los que le conviertan en un ser real, de carne y hueso. Al no ser nadie, puede ser todos. Se convierte así en un personaje universal. Sabemos que su padre fue un miembro del gobierno, que el protagonista parte de un puerto español y que tiene propiedades en Irlanda. Sin embargo, nada sabemos sobre su lugar de nacimiento, ni sobre el color de su piel o de sus ojos. Habla castellano pero no parece tener problemas para comunicarse con cualquier individuo que aparezca en la narración sea de donde sea y quiera entablar una conversación.
Igual que yo me sentía libre escribiendo esta novela, libre fue su protagonista, tanto que puede ser cualquiera. Nada hay, salvo los acontecimientos, que le definan. ¿Hay mayor prueba de libertad? Aunque esa pretendida libertad al problema le haga entrar en permanentes conflictos con la noción de destino.
Aparecen lógiamente otros personajes en la narración, unos con mayor o menor fortuna que otros, con más o menos texto o diálogo que sus compañeros de páginas. De entre todos ellos destacan dos y, aún entre ellos, se puede hacer distinción en cuanto a importancia. Se trata de los personajes de el "pelirrojo" y de el "indio". Ninguno posee nombre propio y son nominados según una característica física que les define. El "pelirrojo" es el primer personaje con el que el protagonista tiene una más intensa relación en la trama. Fue salvado por el principal actor de la obra de una muerte inminente, y entre ambos se establece una relación unidireccional forzosa, ya que el protagonista anhela su soledad a toda costa y el "pelirrojo" la pone en constante peligro. Resulta ser el "pelirrojo" un personaje lleno de contradicciones pero ciego a las mismas.
El "pelirrojo" me dio juego como personaje digamos accidental y, como autor, le tomé cariño.
El "indio" tiene más peso. Con él el protagonista desarrolla un vínculo muy poderoso. Es un personaje que aparece en una de las cuatro partes que conforman esta novela y lo hace en su totalidad. Se convierte en co-protagonista y, aunque no tiene nombre, sí llegamos a conocer parte de su historia, la más reciente, aquella que esplica porqué se cruza en el camino del narrador.
Es el "indio" un personaje profundamente emocional; posee la sabiduría de una raza que se vio explotada y aniquilada por otra. Es fundamentalmente silencioso, lo cual alaga al protagonista y le permite convivir con él sin sacrificar sus deseos de soledad, pero, de algún modo, el lector es consciente de que todo cuanto diga será fundamental. Ve más allá que un hombre corriente porque, a pesar de ser un hombre muy sencillo, es un ser extraordinario que provoca que quienes estén a su lado brillen algo más de lo que se creían capaces.
El "indio" ha sido un personaje maravilloso de crear. Se me ha quedado dentro y le he reservado sólo para él un confortable y respetado lugar en mi imaginario.
Aparecen otros personajes, podría decir, menores, pero todos cumplen una función y ninguno es superfluo. Para nominarlos recurro a su rol. Así, encontramos al soldado, al sacerdote, al bucanero, al capitán de navío, al pescador, por mencionar algunos.
En definitiva, partiendo de la ya repetida premisa de la libertad creativa, la ausencia de nombres plenamente identificadores en los personajes persigue crear en el lector cierta libertad imaginativa. Cada uno en su lectura podrá dar a su personaje la configuración física que su mente tenga a bien disponer, sin dirigir su imagen, sus rasgos, más que lo mínimo indispensable para distinguir a unos personajes de otros.
Queda claro, por tanto, el esfuerzo del autor por crear una obra libre en todos los sentidos, abarcando desde la escritura del escritor a la lectura del lector. Un compromiso mantenido de principio a fin en La Barca Voladora.

viernes, 3 de julio de 2009

Sin trabas

Así comenzó esta aventura de escribir, que resultó muy placentera y estimulante, un deleite para paladares hechos de tinta de pluma. La premisa fundamental que había que atreverse a admitir y a respetar era la libertad del acto creativo, que la escritura fuese libre, ausente de cualquier tipo de censura en cuanto a qué, cómo y cuándo contarlo.
Para lograr tan osado objetivo, el primer paso era portar siempre el cuaderno y el lápiz. No importaba dónde fuera, el cuaderno y el lápiz iban conmigo, los más leales compañeros. Si me hubiese ceñido a escribir en el escritorio de mi despacho, lugar donde son escritos habitualmente mis textos, no me hubiese permitido esa libertad; habría caído en la tentación de hacer esquemas, elaborar tarjetas y fichas, redactar escaletas, vamos, la parafernalia habitual de la creación novelística. Si sólo podía llevar encima el cuaderno, nada de todo eso podría influir en el párrafo siguiente.
Tampoco importaba si un día sólo se escribían dos líneas y al siguiente dieciséis páginas. Interesaba sólo escribir, ver cómo la narración avanzaba. Ya habría tiempo de corregir, de repasar, de cuadrar situaciones y personajes (en este tema me llevaría muchas y muy agradables sorpresas). Pero, mientras, no. Simplemente, tocaba disfrutar con la creación pura, sin trabas, sin ataduras, de dibujar trazos con forma de letra en el papel en blanco.
Tomaba mi cuaderno, leía el párrafo anterior y me preguntaba: ahora, ¿qué sucede? Sólo entonces, escribiendo, hallaba la respuesta a esa pregunta.
Así, encontramos líneas redactadas en Griñón, Alcorcón, Roquetas de Mar, Cádiz, Getafe, Madrid, San Pedro del Pinatar, Oviedo, Santander, Colindres, Fuenlabrada. Se empezó en Griñón y en Griñón se terminó.
Aprovechaba un rato de espera a la mujer a que saliera del trabajo, un paseo por el parque, las tardes en casa, las estancias en hoteles por temas de trabajo. Cualquier momento y sitio debían ser válidos. Nada era descartado en función de si tendría más o menos tiempo, de si me interrumpirían o no. Sólo había que hacer una cosa: escribir y, después, escribir más. Sólo eso. Casi nada.

domingo, 28 de junio de 2009

El comienzo

A finales de diciembre de 2004, mi esposa me compró en Lituania un cuaderno de unas cuatrocientas páginas en blanco, sin líneas ni cuadrículas. Las pastas eran marrones y duras, sin adornos, pero traían una funda de piel con el relieve de una imagen típica de Vilnius, la capital del país, en la portada elaborado con el mismo material . El robusto tomo se cerraba con dos tiras rematadas en corchetes.
Una vez en casa, en Griñón, tomé el cuaderno, un lápiz y, sin ningunda idea preconcebida y dejando una página de cortesía, escribí con el placer que supone estrenar un cuaderno en su pímera página virgen:
No sé dónde acabará este extraño viaje, pero no será en una apacible playa, pues éste no será un buen viaje. Lo sé porque en cuatro renglones mal escritos aparece la negación NO cuatro veces. Aún así, arriesgaré las monedas que pagué por el pasaje, sólo de ida, aunque ésto no me preocupa, que no tenga billete de vuelta, quiero decir, porque si los hados son propicios, en este viaje daré la vuelta completa. Así me ahorro mi dinero y a los que me despidieron en el puerto les sorprenderé por la espalda, que no es un modo desdeñable de regresar. Odiaría que me vieran llegar a lo lejos, desde el horizonte, y que, según me acercase a ellos, evaluasen mis adquiridas cojeras y mis cicatrices. Odiaría realmente que sus abrazos de bienvenida fuesen compasivos en lugar de melancólicos.
Aquí introduje un pequeño dibujo, un pantalán de troncos del que acababa de partir un velero que dejaba su estela en el mar.
Y seguí:
Procuraré esconder la mirada triste porque la ilusión del que parte no es suficiente contra la tristeza de dejar tus huellas. No quiero que me vean llorar. Los hombres no lloran y menos los que parten solos. Hay que guardar las lágrimas para el enorme mundo que espera allá donde señala la proa.
¡Salve, incertidumbre, dueña de mis actos y de mi futuro! ¡Salve!
Apenas he olvidado que comencé este viaje con un NO y ya ha anochecido. No me cobija ningún tejado. Espero que Poseidón duerma o que si vigila, no le parezca yo tan peligroso o atractivo como para mostrarme su lecho de las profundidades. Que no sean unas millas marinas todo mi recorrido. Poco habrían de perdurar mis hazañas entonces.
Será mejor, entonces, que deje de pensar y que duerma, en un diálogo silencioso con las estrellas.
(Griñón, diciembre de 2004)
Este fue el comienzo, sin pulir ni corregir erratas, malas puntuaciones o repeticiones. Simplemente escribí las palabras que llegaron a mi mano derecha, disfrutando con el mero hecho de dibujar trazos en una página en blanco. Después, leí lo escrito y me gustó. Se forjó, entonces, una idea en mi mente. Cada día escribiría un poco más, lo que se pudiera, un párrafo o diez páginas, pero habría que cumplir una condición. Sólo retomaría lo último escrito y nada debería ser meditado antes de escribirlo. Pura improvisación. Cuatrocientas páginas de improvisación me retaban a ver hasta dónde sería capaz de llegar.
Fue el comienzo de una hermosa aventura, un verdadero acto creativo, sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, sin ataduras, sin esquemas, sin tarjetitas ni diagramas. La palabra FIN fue escrita una año y tres meses después en la página 347. Hasta entonces, el deleite de la escritura fue el único protagonista de la historia y los detalles serán narrados en posteriores entradas de este blog.
Será una reflexión sobre el acto de creación de una novela que ya ha sido publicada y para la que el corazón me dice que le esperan grandes logros.