viernes, 10 de julio de 2009

Los personajes carecen de nombre

En todo el primer borrador de La Barca Voladora aparecen tres personajes con nombre propio, de los que sólo uno es protagonista en la trama. Se menciona al Marqués de Esquilache, únicamente para situar un evento concreto, la muerte del padre del protagonista. Es una mera referencia histórica que no aporta nada más salvo indicarnos más o menos la época en la que se desarrollará la narración.
El segundo de los tres nombres es el de Napoleón Bonaparte, cuyo personaje aparece un instante en la novela. Su mano no escondida se posa levemente sobre el hombro del personaje principal la noche antes de la batalla de Waterloo. Tampoco es la suya una gran aportación salvo la de ubicar al protagonista en un determinado tiempo y lugar histórico.
El tercer nombre sí es importante; quizá, el más importante de toda la historia narrada (posiblemente aún más que el narrador de la misma) y, curiosamente, respetando el principio de que todo en la obra carece de planificación, es un nombre inventado, pronunciado en una lengua que no existe y cuyo significado es pura improvisación. El nombre en cuestión es Kia-ro, que significa nacido en aguas poco profundas. El sentido de tal denominación lo aporta plenamente el momento y lugar que ocupa en la sucesión de hechos narrados justo durante su nacimiento. El personaje de Kia-ro merece su propia entrada por lo que sus referencias las dejo aquí.
¿Cómo son denominados pues los personajes, incluidos los protagonistas, que aparecen en la novela si no se les dan nombres? ¿Cómo se llaman o cómo distinguimos a unos de otros?
Ni siquiera el personaje principal, a la vez narrador de la historia y que, por supuesto, relata en primera persona informando únicamente de aquello de lo que tiene conocimiento por sus órganos de los sentidos, tiene un nombre propio. Es más, en un fragmento del texto al que se da forma de obra teatral, las entradas del diálogo que le pertenecen vienen encabezadas por el apelativo yo, evitando así otorgarle un nombre.
¿Por qué incluso el protagonista carece de nombre?
No lo sé. Eso se lo dejaré (en un alarde insoportable de engreimiento) a los que elaboren tesis doctorales sobre La Barca Voladora. Podría decir que me daba pereza atribuirle un nombre o que ninguno encajaba con la imagen que de él tenía en mente. Podría decir que, sin nombre, cualquier lector se identificaría libremente con él o que así tendría más libertad para que el pensamiento llevase al protagonista de aquí para allá más ligero.
En el fondo, creo que no se menciona su nombre para que no se convierta en alguien concreto pero, al mismo tiempo, para que sean los hechos que conforman su biografía caprichosa los que le conviertan en un ser real, de carne y hueso. Al no ser nadie, puede ser todos. Se convierte así en un personaje universal. Sabemos que su padre fue un miembro del gobierno, que el protagonista parte de un puerto español y que tiene propiedades en Irlanda. Sin embargo, nada sabemos sobre su lugar de nacimiento, ni sobre el color de su piel o de sus ojos. Habla castellano pero no parece tener problemas para comunicarse con cualquier individuo que aparezca en la narración sea de donde sea y quiera entablar una conversación.
Igual que yo me sentía libre escribiendo esta novela, libre fue su protagonista, tanto que puede ser cualquiera. Nada hay, salvo los acontecimientos, que le definan. ¿Hay mayor prueba de libertad? Aunque esa pretendida libertad al problema le haga entrar en permanentes conflictos con la noción de destino.
Aparecen lógiamente otros personajes en la narración, unos con mayor o menor fortuna que otros, con más o menos texto o diálogo que sus compañeros de páginas. De entre todos ellos destacan dos y, aún entre ellos, se puede hacer distinción en cuanto a importancia. Se trata de los personajes de el "pelirrojo" y de el "indio". Ninguno posee nombre propio y son nominados según una característica física que les define. El "pelirrojo" es el primer personaje con el que el protagonista tiene una más intensa relación en la trama. Fue salvado por el principal actor de la obra de una muerte inminente, y entre ambos se establece una relación unidireccional forzosa, ya que el protagonista anhela su soledad a toda costa y el "pelirrojo" la pone en constante peligro. Resulta ser el "pelirrojo" un personaje lleno de contradicciones pero ciego a las mismas.
El "pelirrojo" me dio juego como personaje digamos accidental y, como autor, le tomé cariño.
El "indio" tiene más peso. Con él el protagonista desarrolla un vínculo muy poderoso. Es un personaje que aparece en una de las cuatro partes que conforman esta novela y lo hace en su totalidad. Se convierte en co-protagonista y, aunque no tiene nombre, sí llegamos a conocer parte de su historia, la más reciente, aquella que esplica porqué se cruza en el camino del narrador.
Es el "indio" un personaje profundamente emocional; posee la sabiduría de una raza que se vio explotada y aniquilada por otra. Es fundamentalmente silencioso, lo cual alaga al protagonista y le permite convivir con él sin sacrificar sus deseos de soledad, pero, de algún modo, el lector es consciente de que todo cuanto diga será fundamental. Ve más allá que un hombre corriente porque, a pesar de ser un hombre muy sencillo, es un ser extraordinario que provoca que quienes estén a su lado brillen algo más de lo que se creían capaces.
El "indio" ha sido un personaje maravilloso de crear. Se me ha quedado dentro y le he reservado sólo para él un confortable y respetado lugar en mi imaginario.
Aparecen otros personajes, podría decir, menores, pero todos cumplen una función y ninguno es superfluo. Para nominarlos recurro a su rol. Así, encontramos al soldado, al sacerdote, al bucanero, al capitán de navío, al pescador, por mencionar algunos.
En definitiva, partiendo de la ya repetida premisa de la libertad creativa, la ausencia de nombres plenamente identificadores en los personajes persigue crear en el lector cierta libertad imaginativa. Cada uno en su lectura podrá dar a su personaje la configuración física que su mente tenga a bien disponer, sin dirigir su imagen, sus rasgos, más que lo mínimo indispensable para distinguir a unos personajes de otros.
Queda claro, por tanto, el esfuerzo del autor por crear una obra libre en todos los sentidos, abarcando desde la escritura del escritor a la lectura del lector. Un compromiso mantenido de principio a fin en La Barca Voladora.

viernes, 3 de julio de 2009

Sin trabas

Así comenzó esta aventura de escribir, que resultó muy placentera y estimulante, un deleite para paladares hechos de tinta de pluma. La premisa fundamental que había que atreverse a admitir y a respetar era la libertad del acto creativo, que la escritura fuese libre, ausente de cualquier tipo de censura en cuanto a qué, cómo y cuándo contarlo.
Para lograr tan osado objetivo, el primer paso era portar siempre el cuaderno y el lápiz. No importaba dónde fuera, el cuaderno y el lápiz iban conmigo, los más leales compañeros. Si me hubiese ceñido a escribir en el escritorio de mi despacho, lugar donde son escritos habitualmente mis textos, no me hubiese permitido esa libertad; habría caído en la tentación de hacer esquemas, elaborar tarjetas y fichas, redactar escaletas, vamos, la parafernalia habitual de la creación novelística. Si sólo podía llevar encima el cuaderno, nada de todo eso podría influir en el párrafo siguiente.
Tampoco importaba si un día sólo se escribían dos líneas y al siguiente dieciséis páginas. Interesaba sólo escribir, ver cómo la narración avanzaba. Ya habría tiempo de corregir, de repasar, de cuadrar situaciones y personajes (en este tema me llevaría muchas y muy agradables sorpresas). Pero, mientras, no. Simplemente, tocaba disfrutar con la creación pura, sin trabas, sin ataduras, de dibujar trazos con forma de letra en el papel en blanco.
Tomaba mi cuaderno, leía el párrafo anterior y me preguntaba: ahora, ¿qué sucede? Sólo entonces, escribiendo, hallaba la respuesta a esa pregunta.
Así, encontramos líneas redactadas en Griñón, Alcorcón, Roquetas de Mar, Cádiz, Getafe, Madrid, San Pedro del Pinatar, Oviedo, Santander, Colindres, Fuenlabrada. Se empezó en Griñón y en Griñón se terminó.
Aprovechaba un rato de espera a la mujer a que saliera del trabajo, un paseo por el parque, las tardes en casa, las estancias en hoteles por temas de trabajo. Cualquier momento y sitio debían ser válidos. Nada era descartado en función de si tendría más o menos tiempo, de si me interrumpirían o no. Sólo había que hacer una cosa: escribir y, después, escribir más. Sólo eso. Casi nada.