miércoles, 30 de septiembre de 2009

La novela me la dictaron

La sensación de que el texto que configuraba palabra a palabra la novela La Barca Voladora me era dictado por alguien ajeno a mí me llegó con el primer párrafo y no me abandonó hasta que escribí la palabra FIN.
Sólo tenía que situar el lápiz sobre las hojas en blanco y el texto fluía desde mi mente a la mano. No sentía que fuera mi mente el lugar de origen de las tribulaciones del protagonista.
Como ya he señalado anteriormente, la novela carecía de un esquema previo y no contaba ni con una escaleta para organizar sus contenidos, ni de sinopsis ni nada parecido. Nada estaba planeado. Partí de un párrafo que me gustó por su espontaneidad y sí quería acabar con una idea que podría cerrar la intención de la obra, a saber, un relato de viajes donde lo único conocido fueran el puerto de partida y el puerto de llegada. Todo lo que cabía entre ambos puertos debía ser improvisado, de ahí que la sensación de ser yo un mero trasnmisor de las aventuras narradas me pareciera tan asombrosa e intrigante.
Entiendo, después de reflexionar sobre ello, que el discurso que mi mente entendía ser al dictado no era sino una actitud creativa libre, suelta, galopante, concentrada, excéntrica, autoritaria y caprichosa. Yo, encantado, claro está. Cualquier escritor sabe lo que es quedarse bloqueado ante la página en blanco. Pues bien, en el otro extremo estaba lo que a mí me sucedió con La Barca Voladora, el frenesí de la escritura. Salvo que elementos distractores ajenos a mí, como la llamada de las obligaciones laborales o familiares, me impidieran escribir, yo escribía. Sin cesar.
Y si asombrosa me resultaba la sensación del dictado, aún más lo era comprobar, no ya como la trama general cobraba sentido, coherencia, verosimilitud y credibilidad, sino que las subtramas entre personajes principales o entre principales y secundarios o entre secundarios se iban cerrado con una corrección pasmosa, hasta el punto de que hubo alguna ocasión en que me parecía imposible que tales hechos pudieran estar pasándome. Me emocionaba ante tan mágicos efectos y era presa de extraños escalofríos de satisfacción y placer intelectual.
Del mismo modo que el texto fluía sin obstáculo alguno, cada uno de los episodios se cerraba dejando siempre una ventana abierta, por lo que retomar la situación anterior resultaba fácil, suave, sin chirríos ni forzamientos y el siguiente episodio avanzaba sin problemas. Nuevamente, todo parecía indicar que la novela ya existía en algún lugar más allá de mi comprensión física y que, por algún método que desconozco, me era dictada episodio a episodio, guardándose mucho fuese quien fuese el dictador de mostrarme más que aquello que debía ser escrito en cada momento.
Es fácil imaginar el deleite que este tipo de acto creativo otorgaba a mi corazón de escritor. Creación pura y libre. Todo un gozo para quien, como yo, siente tanta pasión por dibujar letras una tras otra hasta que todas unidas nos permiten vivir la aventura de leer.

sábado, 5 de septiembre de 2009

No se mencionan lugares

En esta novela, diríamos de viajes, apenas se mencionan los nombres de los lugares por donde transcurre la acción. Si acaso, podremos leer "un puerto andaluz", "tierras irlandesas", "Cabo de Hornos", "Waterloo", "el Caribe". Tampoco tendría tanta importancia la ausencia de menciones si no fuera porque este texto de aventuras y filosofía vitalista discurre en un continuo viaje a través del océano Atlántico, con incursión incluida en el Pacífico.
Los personajes no permanecen mucho tiempo en cada lugar, por lo que podría decirse que es un relato de viajes, pero sin mencionar las ubicaciones reales. En realidad, creo que intentaba conseguir plena libertad deambulatoria al protagonista. Procuré respetar la correcta y realista duración de los itinerarios recorridos, ya fuera navegando, a pie o en carruaje, eso sí.
Sin embargo, aunque no se mencionan los nombres de los lugares, tampoco éstos son inventados. Como si fuera una especie de juego, una sugerencia al lector para que decida, según su experiencia, conocimientos y buen criterio, dónde le parece mejor que la acción se desarrolle. Si yo escribí la obra con libertad, con libertad me gustaría que fuese leída.
Así, nos encontramos inabarcables océanos, recónditas islas con tesoros escondidos, puertos infames de piratas, desiertos implacables, campos de batalla desolados, cuevas con secretos...
Nuestro viajero nunca está quieto, como una enfermedad cuyo síntoma es la ausencia de inmovilidad, pero tampoco es tan importante nombrar dónde está. Lo que cuenta, de ese modo, es lo que allá donde se encuentra sucede. Elimino, así, prejuicios nacionales, simpatías geográficas o sus correspondientes odios.
El escenario es el mundo entero, o puede serlo, porque puede ser cualquier sitio.
Si no hay fronteras, no hay aranceles y, con su ausencia, se es libre de caminar o navegar. Casi podría decir que son las estrellas las que indican a los personajes dónde están, más que las banderas, los idiomas o los carteles.
Trato de cumplir así con la condición ineludible y deseable de esta novela, esto es, la escritura libre, de la que tanto he hablado ya (y lo que queda).